sábado, 24 de julio de 2010

Anoche soñé que volvía a Manderley

Leí "Rebeca" de camino a Barcelona. Huía de fantasmas y miedos, de una época que comenzaba a destruirme y que no cesaría hasta meses después. La carretera se abría a mi paso, un paso suspendido en las páginas de aquella obra que había escogido al azar, o quizás, como decía Daniel Sempere en "La sombra del viento", que me había escogido a mí. Durante aquel viaje aproveché cada segundo de descanso y soledad para quedarme a solas en "Manderley", navegar por los recuerdos de esa protagonista sin nombre, odiar al fantasma de Rebeca. 

Durante aquellas horas de frenética lectura he de confesar que lloré de rabia e impotencia y supongo que lo hice porque sentí una profunda empatía con aquella protagonista atormentada por su complejo de inferioridad. Me sentí reflejada y no pude evitar sentir una tremenda angustia al pensar que él no había olvidado a Rebeca, que continuaba enamorado de alguien tan espectacular, de una mujer cuya presencia se había arraigado en la memoria de todos y continuaba vagando, descarada, por los pasillos de "Manderley". ¿Quién podría pensar que la niña tímida y ojeriza cuyos temores pesaban más que sus miedos ganaría la partida? Yo quise zarandearla, decirle que gritara a Max, gritarle que dejara de mendigar su amor, pedirle que levantara la cabeza y luciera su mejor sonrisa mientras paseaba por la playa, convenciéndose de que aquel era su lugar. O si no, si no era su lugar, que se marchara lejos, muy lejos, a años luz de Max, de Manderley y del sonido de las olas rompiendo.

Creo que a veces se me olvidaba que aquella no era mi historia y por eso lloraba lo que aquella mujer no era capaz. No era mi historia, sin embargo me sentía dolida con Max de Winter. Parecía que era a mí a quien jamás había besado o dicho "te quiero", a quien miraba con aquellos ojos ausentes, carentes de cualquier sentimiento.

Con el paso del tiempo, viví mi historia y vi que yo era igual que aquella muchacha. Tenía aquel complejo de inferioridad y el temor absurdo a que el amor de mi vida quisiera con esa intensidad a otra a quien yo suplía y a la altura de la que jamás estaría. ¿Pero sabéis? "Rebeca" acaba bien. Y los días tontos, aquellos en los que me siento una miserable niña de cabello deshecho sin un collar de perlas ni un modo para embotellar recuerdos, pongo "Rebeca", la adaptación de Hitchcok y dejo que los fotogramas en blanco y negro tapen los temores de fantasmas disimulados que juraron irse para siempre. Rebeca murió y su fantasma quizá nunca existió sino en la cabeza de la muchacha enamorada de Max. Y Max, con su indescifrable sonrisa, puede que le tuviera que haber confesado que ella, la niña sin nombre era el amor de su vida, la única mujer a la que había querido con esa furia y ternura.

sábado, 17 de julio de 2010

Siempre será aquella noche tu noche y la mía...

-No me parece justo.

-¿El qué?

- Pasar 24 horas contigo durante 11 días y ahora tener que acostumbrarme a vivir sin ti. 


Me delata la ansiedad en el pecho. Le miro. Quedan horas. Empiezo a llorar. Intento grabar a fuego su imagen en mi mente, como si tuviera miedo a que de un momento a otro se me olvidara su sonrisa o el tacto de sus manos sobre mi cuerpo. Él me mira con una mezcla de conmiseración y pena. Seca mis lágrimas, las besa una a una. "Sabes salada", se ríe. Me echará de menos. Es lo que piensa mientra me mira. Lo sé. Conozco el brillo de sus ojos, le he contado 5 risas/sonrisas distintas y en estos momentos, su sonrisa, es la que alberga más pena de todas, la menos sincera. Me acaricia distraído mientras le susurra a mis lágrimas que paren. Intento no llorar. Me muerdo el labio y aparto la mirada. "No disimules. El gesto de tu boca dice que lloras". Río. "No me gusta que me conozcas tan bien", acabo diciendo cuando consigo deshacer el nudo de mi garganta. Le beso. Suena nuestra canción, que acaricia la habitación, se pasea por la cama, empaña el momento con más lágrimas. Quiere prometerme el mar otra vez, llevarme a nuestro lugar. Yo sólo quiero naufragar en su cama, quedarme abrazada a él  hasta que amanezca y perder el avión que me ha de devolver a una vida que carece de sentido si no está él. "No quiero irme", repito. "No quiero volver a estar sin ti". Me siento protegida, feliz, invencible, cuando estoy entre sus brazos y durante horas he hecho de aquella habitación mi fuerte, observando cada detalle tapada con su bata. No quiero hacerlo, pero no puedo evitar pensar que en un día me separarán siglos del sonido de las gaviotas entrando por la ventana, de la lluvia, del frío vespertino, del sol de la mañana, de las chaquetas a mediatarde. Me he acostumbrado a ver el mar desde mi ventana, a la nostalgia que te inunda cuando ves un mar que no es el tuyo, a que su sonrisa me de las buenas noches, a que sus besos y caricias me despierten cada mañana. Me he acostumbrado a dar paseos interminables cogida a su cintura, a fingir enfados para que me recuerde que me ama, a acariciarle, a besarle, a no mirar el reloj. Aunque a lo que jamás me acostumbraré será al miedo a perderle, a la sensación de derrota cada vez que piso un aeropuerto con una tarjeta de embarque hacia Valencia. 
Cojo mi ropa por fin y me visto. Me abraza por la espalda con esa dulzura que consigue derretirme. Me susurra al oído lo mucho que me quiere. Me quedo sin respiración. Me ahogo. Un trozo de mí se queda con él. Un trozo de mí se queda en aquella playa gallega que hoy lleva mi nombre.