jueves, 4 de noviembre de 2010

Dame una noche de tu vida...

Apenas un instante. La respiración entrecortada se escuchaba al otro lado del teléfono, ronca, agitada, casi como un jadeo herido de muerte. Una declaración de intenciones, una secuencia de palabras que la habían puesto en jaque y un ruido repetitivo e incesante de los tacones repicando en una acera vacía. Todo se sucedía a la misma vez, en un momento preciso que tenía la seguridad de que jamás se repetiría.

Fugaz, así describía al tiempo. Fugaz porque se marchaba y no volvía, porque no podía tocarlo, tenerlo entre sus manos. Fugaz como aquellas estrellas a las que pedía deseos que nunca se cumplían. Y de manera fugaz pasó por aquella calle maldita, plagada de fantasmas y sueños perdidos, plagada de corazones que palpitaban, sentían, caminaban, ajenos a ella.  ¿Hacía dónde conduce la locura?, se preguntó con una sonrisilla amarga. ¿Hacía dónde te llevan los errores?, continuaba filosofando. Y dejó las respuestas en el aire, flotando con la tranquilidad de un velero surcando el mar una tarde de verano.

Estaba cerca, pero ¿de qué? Encendió un cigarrillo que se le antojó casi tan necesario como el respirar. Ya no lloraba, ya no gimoteaba, pero la ansiedad que ardía en su pecho la hacía fumar a una velocidad alarmante, atropellando las viejas colillas con un nuevo cigarro. Pero nada la calmaba. Nada hasta que notó ligeras gotas de lluvia cayendo sobre su abrigo de paño negro abotonado al cuello. El pelo empapado, el maquillaje desordenado y los tacones tambaleándose peligrosamente sobre el suelo resbaladizo la hicieron sentirse llena de vida. Corrió sin miedo a caer, notando como su bolso golpeaba su cadera al ritmo de las zancadas. La locura se había apoderado de ella, la delataba el brillo de sus ojos, pero por primera vez sonreía con la determinación de los que no tienen miedo a equivocarse. 

Daba la vuelta, se dirigía a aquella calle maldita.


El tiempo en que se sucedieron los pasos cansinos al otro lado de la puerta, la tos adormilada de él y el silencio incómodo que se instaló en aquel edificio, se le antojó una verdadera tortura. Se desangraba su confianza, se desvanecía su seguridad. Una sonrisa atónita y el calor de la casa la cubrió en un abrazo que anhelaba que fuera él quien se lo diera. Estaba empapada, casi ridícula. Él era perfecto aún con su bata desgastada y raída por el tiempo. Una invitación para pasar se demoraba y quedaba suspendida entre el desconcierto. Sus miradas se cruzaban sin que ninguno pudiera adivinar las intenciones del otro.

-Pasa.- dijo por fin él.

La invitó a sentarse junto a la estufa. Parecía desconcertado, sin rastro de turbación en su rostro. Pero no hizo preguntas. Habían llegado a ese acuerdo tácito desde el primer momento en el que él abrió la puerta. Y es que las preguntas, aquellas que se arremolinaban impacientes en el quicio de sus labios podían esperar una ocasión más tranquila, un momento más oportuno en el que no salieran envenenadas por el pasado. Además, ella era así, misteriosa y libre, con una áurea tranquila, casi bohemia. Y él lo había aceptado siempre. Se había enamorado de su carácter alegre y soñador, de sus mundos interiores, de sus tacones vacilantes acercándose a él con las dudas de quien ama sin esperar ser amado. Todo y nada se conjugaban en aquella relación donde las palabras que sobraban eran las necesarias para poner sobre la mesa sus sentimientos. Sentimientos que volaban espectantes por aquella habitación, posándose sobre los miedos, sobreponiéndose a las palabras....

domingo, 17 de octubre de 2010

La distancia no tiene importancia..

En el momento en el que me besaste por primera vez aquel día, al lado del mar con esa duzura apasionante, supe que quería que fueras tú y no otro el que lo hiciera cada día. Quise que fueran tus labios los que se arquearan en una sonrisa dedicada sólo a mí, los que se abrieran para decirme "te quiero", los que me dedicaran besos y mimos cada día de mi vida.

Nos lanzamos al mar, el mismo que nos vio besarnos, cogidos de la mano. Todo resquicio de cordura se marchó en una ola y nos miramos a los ojos. No sería fácil. En unas horas, 900 kilómetros nos separarían irremediablemente. Nuestras vidas, unidas por un fino vínculo, por un sentimiento que había comenzado a nacer, pertenecían de alguna manera al otro. ¿Y ahora qué? El futuro nos sedujo con una sóla palabra: amor. Y el pasado, el presente, los sentimientos, se conjugaron hasta llevarnos a compartir una vida donde los aeropuertos, las estaciones de servicio, las maletas y las lágrimas de despedida son una constante. Pero siempre merece la pena quedarse con la primera sonrisa que te recibe en la terminal, el primer beso después de horas interminables soñando con tus labios.

A  veces, cuando se me olvidan estas cosas, dejo que me canten al oído ellos, quienes ponen la banda sonora a una vida que sólo tiene sentido si estás en ella.

Marwan y Luís Ramiro. Dos canciones que me secan las lágrimas.






miércoles, 6 de octubre de 2010

Algo me aleja de ti...

A veces me gustaría presentarme de improviso en tu casa con una bolsa y una sonrisa. Preparar juntos la cena entre besos y risas, que me abraces y juegues con mi cuello y tu lengua mientras frego.

Me gustaría verte esperando en la puerta de la facultad, viendo pasar personas que no soy yo con impaciencia, esperando verme salir y que corra hacia ti. Te daría millones de besos y caminaría cogida a tu mano hasta llegar al fin del mundo.

A veces sueño con que me sorprendas con una rosa o una cena, con que luego nos perdamos por la ciudad y acabemos encontrándonos en la cama, juntos, buscando los senderos que navegan por la piel del otro, sin tener que pensar en aviones que nos devuelvan a una realidad fría, sin lágrimas de despedida.

En ocasiones me gusta pensar que todo esto se tiñe de "normalidad" y que los detalles más insignificantes no se nos antojan un mundo, que salimos a tomar un café, al teatro o decidimos quedarnos en casa, entre las sábanas de una cama que nunca pierde tu olor.

Pero las cosas no son como nos gustan y tú nunca estás. Tu olor se desvanece, tus besos pasan a ser recuerdos y los sueños duelen hasta hacer llorar. La normalidad nunca impera nuestras vidas y los kilómetros atropellan nuestras expectativas. Tiempo, esperar, paciencia, años... se relacionan en frases que nunca creo. Debería dejar de llorar horas eternas en las que sólo saco en claro que me encuentro sobrepasada por esta situación que yo misma elegí y borrar la pregunta que me ronda, hiriendo de muerte la poca confianza que tengo en mí: ¿Y si no es nuestro momento? Lo es. Lo tiene que ser.

sábado, 2 de octubre de 2010

Las Rayban no te dejan ver las lágrimas...

Octubre es gris.

Recuerdo con una nítidez dolorosa la sensación de desprotección que me quedó el octubre de dos años atrás. Mecida por una ola de cariño caminé confusa y desorientada durante aquellos largos días. Nada importaba, nada recordaba ya. Todo se había desvanecido la mañana de aquel día, cuando desperté empapada en sudor, llorando sin un motivo aparente. Se había ido, lo supe mucho antes de escucharlo de la boca de otros, de verlo con mis propios ojos. Él ya no estaba allí.

Y llovía. Si no hubiera llovido me hubiera enfadado con el mundo. Sí, más de lo que ya lo estaba. Llovía y me resguardé en un banco de piedra las horas más largas del día más infinito. Daba igual si hacía frío, daba igual si llovia a mares, daba igual si llevaba horas allí, mirando la nada sin hablar con nadie. ¿Qué buscaba? Quizá la respuesta al interrogante de dónde se va aquello que muere. Di millones de besos, noté el calor de aquellos que me abrazaban, me refugié en los latidos de aquellas medias sonrisas que me miraban como si yo no fuera la misma de siempre. Y quizá tenían razón: jamás volví a ser la misma. 

Lloré hasta dejarme el alma. Lloré hasta no poder más. Lloré hasta sentir que el mundo se quebraba bajo mis pies, que un agujero se abría para llevarme al abismo. Pero alguien me abrazó en la puerta de aquella iglesia, impidiendo que callese. "Se te oia llorar, desde la otra punta, y a mí se me encogía el corazón", me escribieron después. 

Y todo me ha venido hoy a la memoria, con ese color gris que octubre siempre me evoca. Gris, como el cielo cubierto que me dio los buenos días la mañana en la que él, papá, se marchó en silencio, de manera discreta, envuelto en los fantasmas que le atormentaron, con una media sonrisa de felicidad y paz que jamás había visto.


martes, 31 de agosto de 2010

Cartas en el buzón y ninguna es de amor...

"A veces salgo sin paragüas. Las gotas mojan mi pelo, se cuelan por mi espalda provocándome escalofríos, acariciándome el rostro con una ternura fría. Entonces, me gusta recordar cuando tú recorres mi columna con la yema de tus dedos, haciendo que se me erice el vello bajo tu tacto. O quizá cuando besas las lágrimas saladas que cruzan mi rostro en una carrera que intentas para como si al hacerlo fueras a detener el dolor que se instala cual losa negra que reina en los días de lluvia. El frío que seca las gotas que me mojan es muy parecido a la primera bocanada de aire que nos acaricia al salir de la ducha, juntos, tras discutir por la temperatura del agua, tras desear que momentos como ese no terminen nunca."

Torrent, 19/08/2010

domingo, 8 de agosto de 2010

Y ya no la volví a ver más...

**Mañana, cuando me levante, esperaré encontrar una rosa, quizá roja, como el color de tus mejillas ruborizándose cuando te miro; quizá blanca, como las páginas que todavía me quedan por escribir, como nuestro futuro por pintar. Puede que sea amarilla, como el sol que se colará por la ventana al amanecer; tal vez azul, como el vestido que me quitaste anoche. Me dará igual. Quiero que me regales una rosa, que me despiertes con un beso y que suene nuestra canción, la que nos recuerda por qué seguimos juntos. Quiero que me regales una rosa que me diga "te amo"**

sábado, 24 de julio de 2010

Anoche soñé que volvía a Manderley

Leí "Rebeca" de camino a Barcelona. Huía de fantasmas y miedos, de una época que comenzaba a destruirme y que no cesaría hasta meses después. La carretera se abría a mi paso, un paso suspendido en las páginas de aquella obra que había escogido al azar, o quizás, como decía Daniel Sempere en "La sombra del viento", que me había escogido a mí. Durante aquel viaje aproveché cada segundo de descanso y soledad para quedarme a solas en "Manderley", navegar por los recuerdos de esa protagonista sin nombre, odiar al fantasma de Rebeca. 

Durante aquellas horas de frenética lectura he de confesar que lloré de rabia e impotencia y supongo que lo hice porque sentí una profunda empatía con aquella protagonista atormentada por su complejo de inferioridad. Me sentí reflejada y no pude evitar sentir una tremenda angustia al pensar que él no había olvidado a Rebeca, que continuaba enamorado de alguien tan espectacular, de una mujer cuya presencia se había arraigado en la memoria de todos y continuaba vagando, descarada, por los pasillos de "Manderley". ¿Quién podría pensar que la niña tímida y ojeriza cuyos temores pesaban más que sus miedos ganaría la partida? Yo quise zarandearla, decirle que gritara a Max, gritarle que dejara de mendigar su amor, pedirle que levantara la cabeza y luciera su mejor sonrisa mientras paseaba por la playa, convenciéndose de que aquel era su lugar. O si no, si no era su lugar, que se marchara lejos, muy lejos, a años luz de Max, de Manderley y del sonido de las olas rompiendo.

Creo que a veces se me olvidaba que aquella no era mi historia y por eso lloraba lo que aquella mujer no era capaz. No era mi historia, sin embargo me sentía dolida con Max de Winter. Parecía que era a mí a quien jamás había besado o dicho "te quiero", a quien miraba con aquellos ojos ausentes, carentes de cualquier sentimiento.

Con el paso del tiempo, viví mi historia y vi que yo era igual que aquella muchacha. Tenía aquel complejo de inferioridad y el temor absurdo a que el amor de mi vida quisiera con esa intensidad a otra a quien yo suplía y a la altura de la que jamás estaría. ¿Pero sabéis? "Rebeca" acaba bien. Y los días tontos, aquellos en los que me siento una miserable niña de cabello deshecho sin un collar de perlas ni un modo para embotellar recuerdos, pongo "Rebeca", la adaptación de Hitchcok y dejo que los fotogramas en blanco y negro tapen los temores de fantasmas disimulados que juraron irse para siempre. Rebeca murió y su fantasma quizá nunca existió sino en la cabeza de la muchacha enamorada de Max. Y Max, con su indescifrable sonrisa, puede que le tuviera que haber confesado que ella, la niña sin nombre era el amor de su vida, la única mujer a la que había querido con esa furia y ternura.

sábado, 17 de julio de 2010

Siempre será aquella noche tu noche y la mía...

-No me parece justo.

-¿El qué?

- Pasar 24 horas contigo durante 11 días y ahora tener que acostumbrarme a vivir sin ti. 


Me delata la ansiedad en el pecho. Le miro. Quedan horas. Empiezo a llorar. Intento grabar a fuego su imagen en mi mente, como si tuviera miedo a que de un momento a otro se me olvidara su sonrisa o el tacto de sus manos sobre mi cuerpo. Él me mira con una mezcla de conmiseración y pena. Seca mis lágrimas, las besa una a una. "Sabes salada", se ríe. Me echará de menos. Es lo que piensa mientra me mira. Lo sé. Conozco el brillo de sus ojos, le he contado 5 risas/sonrisas distintas y en estos momentos, su sonrisa, es la que alberga más pena de todas, la menos sincera. Me acaricia distraído mientras le susurra a mis lágrimas que paren. Intento no llorar. Me muerdo el labio y aparto la mirada. "No disimules. El gesto de tu boca dice que lloras". Río. "No me gusta que me conozcas tan bien", acabo diciendo cuando consigo deshacer el nudo de mi garganta. Le beso. Suena nuestra canción, que acaricia la habitación, se pasea por la cama, empaña el momento con más lágrimas. Quiere prometerme el mar otra vez, llevarme a nuestro lugar. Yo sólo quiero naufragar en su cama, quedarme abrazada a él  hasta que amanezca y perder el avión que me ha de devolver a una vida que carece de sentido si no está él. "No quiero irme", repito. "No quiero volver a estar sin ti". Me siento protegida, feliz, invencible, cuando estoy entre sus brazos y durante horas he hecho de aquella habitación mi fuerte, observando cada detalle tapada con su bata. No quiero hacerlo, pero no puedo evitar pensar que en un día me separarán siglos del sonido de las gaviotas entrando por la ventana, de la lluvia, del frío vespertino, del sol de la mañana, de las chaquetas a mediatarde. Me he acostumbrado a ver el mar desde mi ventana, a la nostalgia que te inunda cuando ves un mar que no es el tuyo, a que su sonrisa me de las buenas noches, a que sus besos y caricias me despierten cada mañana. Me he acostumbrado a dar paseos interminables cogida a su cintura, a fingir enfados para que me recuerde que me ama, a acariciarle, a besarle, a no mirar el reloj. Aunque a lo que jamás me acostumbraré será al miedo a perderle, a la sensación de derrota cada vez que piso un aeropuerto con una tarjeta de embarque hacia Valencia. 
Cojo mi ropa por fin y me visto. Me abraza por la espalda con esa dulzura que consigue derretirme. Me susurra al oído lo mucho que me quiere. Me quedo sin respiración. Me ahogo. Un trozo de mí se queda con él. Un trozo de mí se queda en aquella playa gallega que hoy lleva mi nombre.

sábado, 29 de mayo de 2010

Que puta es la vida a veces, y otras que de verdad...

Han pasado la vida juntos. Era usual verles pasear las tardes ociosas por la Avenida, cogidos del brazo, el uno siempre al lado del otro. Ella con ese carácter fuerte, esos collares de perlas. Él con una sonrisa cómplice que nunca perdía. Los recuerdo ya peinando canas, desventajas de ser la pequeña de la familia, pero siempre caminando juntos.
Hace poco, mientras esperaba a que me arreglaran la pulsera de mi cumpleaños, los vi entrar en la relojería. Él tenía el rostro desencajado, había envejecido cien años. Ella tenía la miraba ausente, los labios rojos, como siempre, la expresión perdida. Me reconoció, me besó, me dijo lo guapa que estaba. Aproveché esos minutos de espera para tomarla del brazo y dejar que él descansara, se desahogara hablando un rato con mi madre. De refilón, le vi llorar.
Me intenté poner en la piel de él. Después de toda una vida al lado de una persona, de quererla, de amarla, de disfrutar con ella lo más maravilloso de la vida y hacer frente a los sinsabores del destino, llega el momento que te va anunciando el final. De repente, ves como todo se desmorona.Maldita pregunta: "¿Y tú quién eres?" Ella va menguando, no es la sombra de lo que fue. Tú ya no tienes un lugar en el que refugiarte; has de vivir por y para ella. Además, la vida te ha dado un revés tras otro: has enterrado a tus hermanos, a tus cuñados, a tus sobrinos e incluso a un hijo. Ya no queda nada de aquellos sábados por la mañana de almuerzo y truc en el bar de siempre, ya no queda nadie con quien conversar alrededor de una cerveza, con quien compartir una charla de esas que arreglan el mundo. El tiempo se ha vuelto un enemigo que juega en tu contra, clavándote minutos, segundos. Ya no quedan más que recuerdos.

lunes, 19 de abril de 2010

Tienes fuego pero no sabes quién eres...

Se miró en el espejo. Las ojeras, las lágrimas, los fantasmas anidando cada rincón de su tibia serenidad, los sueños rotos, los aviones de cristal estrellados en el suelo de la inconsciencia... Su pintoresca imagen se burlaba de ella, como si fuera una simple desconocida. Se dio la vuelta, confusa, derrotada por el peso de la realidad y caminó durante horas sin rumbo por una ciudad llena de venas, arterias, por las que se delizaban centenares de coches que portaban refugios insondables que nunca eran el suyo.

"¿Y ahora, qué?", se preguntó.

Buena pregunta. Futuro. ¿Y ahora qué?

Cerró los ojos para disimular las lágrimas. El futuro se proyectaba en blanco y negro, como el pasado que pesaba cual losa sobre sus hombros. El futuro no existía. El futuro era una utopía que no tocaba con las manos, que no alcanzaba a vislumbrar, que se perdía en el eco de la desesperación que la arrastraba. El futuro era una promesa que se negaba a ser cumplida.

Arrastró su alma por aquellas calles, difuminándose entre los recuerdos. Veía su imagen nítida e inconfundible por aquellos lugares que una vez hicieron suyos. Cada semáforo en rojo, cada paso de zebra, aquella estación modernista, aquellas calles interminables, aquel río triste en el que ya nadie, excepto ella, reparaba... todo tenía su aroma, su presencia. Todo se le antojaba una leve fantasía, un lugar en el que nunca estuvo pero que se había postrado en su memoria como si un traidor cinematógrafo hubiera proyectado aquellas imágenes tantas veces que ya las hubiera hecho suyas. ¿Y si él nunca existió?  Si realmente existía, si realmente había estado con ella, según el calendario, tan poco tiempo atrás, ¿ por qué le parecía que había pasado años?

Su voz, su tacto, su olor... se desvanecían si se aventuraba a recordarlo. El rumor del viento parecía llevarse con él todo resquicio de cordura y arrastraba consigo sus recuerdos, despojándola de aquello que la importaba. Cada segundo que pasaba para inmolarse hacía la eternidad era un enemigo que la hería de muerte. Maldito tiempo. Malditos fantasmas. Malditos corazones que corrían por la ciudad con total impunidad creyendo que alguien los necesitaba. Ella hacía tiempo que vivía sin el suyo. Ella lo regaló con una determinación que la asustó. Benditas locuras aquellas de juventud que te encumbran a la felicidad más absoluta, que te hacen recorrer kilómetros con un sueño y un libro, con una canción de fondo. Benditas locuras aquellas que le jugaron una mala pasada y que hoy la tenían atada a un vago recuerdo, a una sensación frustrante de vacío. Y es que ¿cómo se puede seguir viviendo después de conocer la felicidad y tener que decirle hasta luego? ¿Cómo se puede seguir adelante cuando has dejado parte de tu alma en un aeropuerto, vagando, esperando frente al panel de información, llorando en el smoking point? ¿Cómo se puede seguir adelante con la sensación de que no recuerdas su voz susurrándote al oído, el color de sus caricias o el precio de sus sonrisas?

Con la cabeza llena de preguntas sin respuesta esperó escuchar su voz al otro lado. Se conformaba con eso; ya ni tan siquiera demandaba gestos de cariño, sólo quería escuchar su voz, su risa, sus enfados fingidos...  Pero esta vez no había nadie. De nada servía gritarle al viento, de nada servía vararse frente al mar ni lanzar una botella con un mensaje que nunca le llegaría, que nunca contestaría. Cruel presente, casi tan desdibujado como el futuro. ¿Qué poder tenía el amor? ¿La llevaría de regreso a casa? ¿Sonaría aquél teléfono con él al otro lado recordándole que, pese a sus miedos, sus estupideces, sus errores... todavía la quería con la ternura y pasión con la que la amó por primera vez, con la que prometió amarle cada día de sus vidas?

Y sin darse cuenta, había vuelto al principio. Estaba enamorada.

viernes, 19 de marzo de 2010

Hoy me siento tan grande por tenerte a mi lado...

Las prisas de la rutina se disipan en los días festivos. El pollo, recién sacado del horno, luce en la cazuela de barro y un par de platos descansan sobre la mesa. Ella bebe una copa; yo brindo con coca-cola porque la tengo a ella, lo más valioso que me podría dar la vida.

La admiro, y eso no es un secreto. Admiro su fortaleza, su manera de ver la vida, de afrontar las situaciones más difíciles con la cabeza fría y los nervios temblados. En ocasiones, me gusta pensar que yo he heredado parte de ese carácter fuerte y dulce que la define.

Hablamos durante la comida sin tabúes. Ella se empieza a dar cuenta de que ya no soy esa niña a la que le hacía pirris y vestía de rosa. Ahora, en el límite de la mayoría de edad, mientras firmo autorizaciones de bancos y las cartas ya llegan a mi nombre, empieza a tomar consciencia de que empiezo a vivir y eso nos asusta a las dos.

Puedo presumir de que nunca he tenido horarios ni imposiciones; he tenido consejos y sonrisas cómplices. Ella me contagió la pasión por la literatura, me ha enseñado a ser mejor persona, a darlo todo sin esperar nada a cambio, a levantarme después de cada derrota y seguir luchando. Ella ha dejado que me cayera para que aprendiera que la vida es dura, pero siempre he tenido su abrazo reconfortante para aliviarme después de la caída. Ella ha secado todas las lágrimas y no ha dejado que nunca me rindiera.

Mis sueños han sido sus sueños; mis ilusiones han ido de la mano con las suyas; su apoyo ha sido incondicional en todo momento. Me apoyó el día en el que le dije que estaba enamorada, me sonrió burlona el día que me pilló vomitando después de una borrachera, sufrió cuando cogí por primera vez un tren sola para irme al fin del mundo y se decepcionó cuando vió un paquete de tabaco en mi bolso.

Han habido momentos buenos y malos. La he visto sufrir, hipotecar su vida para sacarnos adelante, escalar muros que parecían infranqueables. La he visto sonreír cuando parecía que no quedaba nada por lo que hacerlo. La he visto estar siempre ahí, al lado de cualquiera que la necesitara, por mucho daño que le hubieran hecho.


Nos aterra separarnos, que pase el tiempo, pero "ella es y será todo para mí", es mi madre, y tenemos un vínculo especial plagado de complicidad que espero que el tiempo no se lleve.

lunes, 15 de febrero de 2010


Me gusta tu forma de mirarme, siempre con dulzura y profundidad.

Me gusta cuando te revuelves en la cama y me buscas, te acercas a mí y me abrazas.

Me gustas cuando duermes y me contestas, me besas, me proteges.

Me gusta tu calor, tu olor, el tacto de tu piel aterciopelada, el contraste con la palidez de la mía.

Me gusta cuando me besas y tu barbita hace que se me pele la nariz.

Me gusta cuando me haces cosquillas en el cuello.

Me gustan tus manos, tus labios, tus intenciones.

Me gusta cuando te miro, sonrío y tú me preguntas en qué pienso.

Me gusta cuando no soy capaz de desentrañar el mapa de tus gestos y te me antojas un misterio.

Me gusta cuando sonríes y me quedo durante horas colgada en esa sonrisa.

Me gustas tú.

Me gusta nuestra vida.

Me gustan nuestros planes.

Pero no me gusta tener que echarte de menos.


viernes, 5 de febrero de 2010

Te he dejado en la despensa lunas, por si acaso es q oscurece...


Entramos Ciiint y yo en una floristería de la parte baja. Íbamos inmersas en nuestro mundo, hablando, riendo, quejándonos de un examen o quizás de un trabajo que aún no habíamos acabado. Al cruzar la puerta nos recibió un negocio muy típico, desordenado, con la mesa llena de papeles y las estanterías repletas de flores efímeras, pero preciosas que conformaban un agradable ambiente. Buscamos a nuestro alrededor al dueño del negocio y al mirar al frente, a lo que parecía una trastienda, vimos a una pequeña con su papá. La niña, con el pelo deshecho, el chándal del colegio y esa indecisión propia de la edad se debatía entre el rojo o el naranja. Su padre, perfectamente trajeado, con una sonrisa paciente y un gesto conmedido, esperaba la decisión de la pequeña. Así, finalmente, la niña emitió su veredicto y el padre lo reafirmó con un leve movimiento de cabeza al tendero, un chico joven de trato amable con una cálida sonrisa .

Ciiint y yo continuamos charlando cuando los tres salieron al mostrador. Yo le iba contando alguna clase pasada, quizá formulaba alguna queja, pero al nombrar a un profesor, el padre se metió en nuestra conversación con una tibia sonrisa avergonzada. Me giré confusa. ¡Qué pequeño es el mundo!

-¿Ese no será el de Monte-sión?


-Sí.- respondimos al unísono.

Empezamos una amable conversación entre recuerdos en blanco y negro, entre comentarios mordaces, comprobando que el tiempo suaviza las formas, tiñe de blanco el pelo, pero las personas permanecen. Dos generaciones distintas allí plantadas, que habían recorrido esos pasillos en momentos distintos, dejando su esencia, su primavera, sus sueños anclados en aulas de azulejos verdes que han cobijado miles de espíritus que creen que no hay vida más allá de esa adolescencia.

El hombre, tras unos minutos de complicidad con nosotras, nos deseó suerte. Pagó las flores, cogió a la niña de la mano y se marchó guiñándonos un ojo, esperando que nuestro futuro inmediato fuera dichoso. Cynthia y yo nos miramos pensando que quizás este lugar tiene más de pueblo de lo que pensamos, pero aquello, en cierta manera no nos disgustó. A veces, cuando vives en medio de un mundo que gira tan deprisa, donde confluyen miles de historias y nadie se preocupa por la tuya, resulta agradable encontrarte con alguien así, charlar sobretodo o sobre nada, sonreír porque sí.


Después, Ciiint y yo comenzamos a divagar, pensando en lo tierno que resultaba aquel chico saliendo con las flores desnudas en la mano. Pensamos que serían para su mujer que, ingenua, esperaba en casa suponiendo que su marido y su niña estarían en el parque. Quisimos imaginar la reacción de la esposa emocionada, sorprendida. Puede que abrazara a la niña, besara a su marido apasionadamente y se sintiera satisfecha por estar ahí, vivir esa vida con sinsabores y emociones, con pequeños detalles que la hacen grande. O puede que no, pero nos gustaba más esta opción.

Y yo, nostálgica, emocionada quizás imaginando aquella escena, no pude evitar pensar en el futuro, en flores naranjas, en besos y amor, y en el lugar donde tendrían lugar mis sueños, puede que alejados de esa floristería, de esas conversaciones casuales, o puede que no.




martes, 26 de enero de 2010

-Si tan seguro estás, ¿Para qué vas a estar con alguien así? Déjame, ¿qué pasa, que no sabes como hacerlo?

-Dejarte, ni se cómo ni puedo hacerlo

-¿Por qué no puedes?

-Porque es como cuando intentas dejar de respirar: te lo propones, lo intentas y... es simplemente imposible.





Eres como aquel faro monumental que custodió nuestro primer beso mientras el mar rompía a nuestros pies: eres esa luz que nunca se apaga, que me calma, que me hace saber que llegaré a buen puerto mientras siga encendida. Por eso, sigo la luz de tus ojos que hoy brillan por mí y me hacen caminar por encima de ese mar que un día nos llevó a la deriva.