domingo, 17 de octubre de 2010

La distancia no tiene importancia..

En el momento en el que me besaste por primera vez aquel día, al lado del mar con esa duzura apasionante, supe que quería que fueras tú y no otro el que lo hiciera cada día. Quise que fueran tus labios los que se arquearan en una sonrisa dedicada sólo a mí, los que se abrieran para decirme "te quiero", los que me dedicaran besos y mimos cada día de mi vida.

Nos lanzamos al mar, el mismo que nos vio besarnos, cogidos de la mano. Todo resquicio de cordura se marchó en una ola y nos miramos a los ojos. No sería fácil. En unas horas, 900 kilómetros nos separarían irremediablemente. Nuestras vidas, unidas por un fino vínculo, por un sentimiento que había comenzado a nacer, pertenecían de alguna manera al otro. ¿Y ahora qué? El futuro nos sedujo con una sóla palabra: amor. Y el pasado, el presente, los sentimientos, se conjugaron hasta llevarnos a compartir una vida donde los aeropuertos, las estaciones de servicio, las maletas y las lágrimas de despedida son una constante. Pero siempre merece la pena quedarse con la primera sonrisa que te recibe en la terminal, el primer beso después de horas interminables soñando con tus labios.

A  veces, cuando se me olvidan estas cosas, dejo que me canten al oído ellos, quienes ponen la banda sonora a una vida que sólo tiene sentido si estás en ella.

Marwan y Luís Ramiro. Dos canciones que me secan las lágrimas.






miércoles, 6 de octubre de 2010

Algo me aleja de ti...

A veces me gustaría presentarme de improviso en tu casa con una bolsa y una sonrisa. Preparar juntos la cena entre besos y risas, que me abraces y juegues con mi cuello y tu lengua mientras frego.

Me gustaría verte esperando en la puerta de la facultad, viendo pasar personas que no soy yo con impaciencia, esperando verme salir y que corra hacia ti. Te daría millones de besos y caminaría cogida a tu mano hasta llegar al fin del mundo.

A veces sueño con que me sorprendas con una rosa o una cena, con que luego nos perdamos por la ciudad y acabemos encontrándonos en la cama, juntos, buscando los senderos que navegan por la piel del otro, sin tener que pensar en aviones que nos devuelvan a una realidad fría, sin lágrimas de despedida.

En ocasiones me gusta pensar que todo esto se tiñe de "normalidad" y que los detalles más insignificantes no se nos antojan un mundo, que salimos a tomar un café, al teatro o decidimos quedarnos en casa, entre las sábanas de una cama que nunca pierde tu olor.

Pero las cosas no son como nos gustan y tú nunca estás. Tu olor se desvanece, tus besos pasan a ser recuerdos y los sueños duelen hasta hacer llorar. La normalidad nunca impera nuestras vidas y los kilómetros atropellan nuestras expectativas. Tiempo, esperar, paciencia, años... se relacionan en frases que nunca creo. Debería dejar de llorar horas eternas en las que sólo saco en claro que me encuentro sobrepasada por esta situación que yo misma elegí y borrar la pregunta que me ronda, hiriendo de muerte la poca confianza que tengo en mí: ¿Y si no es nuestro momento? Lo es. Lo tiene que ser.

sábado, 2 de octubre de 2010

Las Rayban no te dejan ver las lágrimas...

Octubre es gris.

Recuerdo con una nítidez dolorosa la sensación de desprotección que me quedó el octubre de dos años atrás. Mecida por una ola de cariño caminé confusa y desorientada durante aquellos largos días. Nada importaba, nada recordaba ya. Todo se había desvanecido la mañana de aquel día, cuando desperté empapada en sudor, llorando sin un motivo aparente. Se había ido, lo supe mucho antes de escucharlo de la boca de otros, de verlo con mis propios ojos. Él ya no estaba allí.

Y llovía. Si no hubiera llovido me hubiera enfadado con el mundo. Sí, más de lo que ya lo estaba. Llovía y me resguardé en un banco de piedra las horas más largas del día más infinito. Daba igual si hacía frío, daba igual si llovia a mares, daba igual si llevaba horas allí, mirando la nada sin hablar con nadie. ¿Qué buscaba? Quizá la respuesta al interrogante de dónde se va aquello que muere. Di millones de besos, noté el calor de aquellos que me abrazaban, me refugié en los latidos de aquellas medias sonrisas que me miraban como si yo no fuera la misma de siempre. Y quizá tenían razón: jamás volví a ser la misma. 

Lloré hasta dejarme el alma. Lloré hasta no poder más. Lloré hasta sentir que el mundo se quebraba bajo mis pies, que un agujero se abría para llevarme al abismo. Pero alguien me abrazó en la puerta de aquella iglesia, impidiendo que callese. "Se te oia llorar, desde la otra punta, y a mí se me encogía el corazón", me escribieron después. 

Y todo me ha venido hoy a la memoria, con ese color gris que octubre siempre me evoca. Gris, como el cielo cubierto que me dio los buenos días la mañana en la que él, papá, se marchó en silencio, de manera discreta, envuelto en los fantasmas que le atormentaron, con una media sonrisa de felicidad y paz que jamás había visto.